Anduve hasta la colina más elevada del valle, donde, con cierta lentitud, me tumbé a observar el cielo rojizo hasta que cayera la noche, esperada por mí desde hacia un tiempo contado en horas. Cerré los ojos, dejando asomar en mis labios una pequeña sonrisa al sentir el rozar de la hierba en mis brazos desnudos. Eso me ayudó a despejar mi mente de las preocupaciones que me causaban el día a día de mi ajetreada vida, deseaba olvidar por un instante todas aquellas cosas, pero no podía, al menos, aún.
Noté como, poco a poco, anochecía al dejar de sentir los cálidos rayos del sol en mi piel. Abrí lentamente los ojos, al hacerlo pude ver salir las primeras estrellas de su lúgubre morada al oscuro firmamento, el cual acabaría refulgiendo gracias a las millones de velas que había en el cielo. Por muy bello que fuese, las estrellas no eran la razón de mi espera, sino la dama que cada noche se ponía su vestido plateado e iluminaba el camino de los viajeros perdidos, y para mí, en particular, ayudaba a aclarar las dudas de la mente y el corazón.
Al cabo de veinte minutos de mal disimulada angustia, la vi. Tan hermosa como siempre, sonriéndome con ternura desde su lejano hogar entre las brillantes luciérnagas que intentaban, sin lograrlo, alcanzar su belleza.
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