Tosí. El humo de los coches entraba en mis pulmones y hacía que la garganta me escociera. Mis ojos lagrimeaban, había mucha contaminación en el ambiente. Empecé a caminar, alejándome de allí. Llegué a un precioso parque en mitad de la ciudad. Había oído hablar de él, pero nunca me imaginé que Central Park fuera tan impresionante.
Tanto verde me trajo recuerdos de mi lejano hogar, los fríos bosques de Alemania eran un lugar ideal para esconderse de los humanos. No es agradable llevar siempre un hechizo de camuflaje, prefería ser como era, pero había momentos en los que era mejor pasar desapercibida. Debía cambiar mi aspecto pues con mis orejas picudas, mis ojos grandes, mis rasgos finos y una esbelta figura, era fácil reconocer qué era, era una ninfa normal y corriente.
Pero tuve que abandonar todo aquello que amaba, mi preciosa casa en el tronco de un árbol, mis queridos amigos, mi antigua vida, para intentar limpiar el planeta. Esa era nuestra misión. Intentar borrar todo el destrozo que provocaban los humanos en la naturaleza, eso sí, de una forma sutil y sin llamar la atención. Aunque algunos seres mágicos (somos una gran variedad: ninfas, elfos, duendes, hadas, trasgos...) obviaban la parte de la discreción. Greenpeace es un gran ejemplo.
El viento movió mi cabello rubio rosado, el cual no había cambiado con el hechizo, puede que no fuese un tono normal, pero por lo que sabía había gente que se ponía el pelo con los colores del arco iris, dudo que les llamase la atención mi pelo. La brisa me trajo el aroma de flores... y magia. Estaba cerca de encontrar el punto de reunión. Solo tenía que seguir mi instinto.
Mientras paseaba fingiendo ser una persona más, me di cuenta de que la gente me miraba demasiado. Me observé con disimulo. Llevaba el pelo suelto que caía en cascada por mi espalda, una fina camiseta de tirantes para sobrellevar mejor el asfixiante calor de Nueva York en verano, unos vaqueros que me llegaban por encima de la rodilla y una sandalias que se ataban a mi tobillo. No detecté nada raro, no entendía el porqué de su atención, quizá mi pelo, aunque lo dudaba,así que seguí mi camino.
Encontré un pequeño claro que tenía una barrera mágica que impedía entrar a seres no mágicos. La crucé, sin saber qué me iba a encontrar al otro lado. Tragué saliva. Esperaba que me diesen una zona cerca del parque.
Allí había de todo. Pequeñas hadas revoloteando y haciendo carreras en libélulas. Elfos jugando al ajedrez. Ninfas bailando con duendes. Incluso las ondinas sacaban sus cabezas de un pequeño lago que había, para contemplar su alrededor. Todo aquello me resultaba tan familiar.
Un joven duendecillo se acercó a mí, dándome la bienvenida con un trébol de cuatro hojas, esperaba que me diera suerte. Le seguí amablemente hasta el centro del claro donde estaban lo que parecían ser los jefes, eran en su mayoría elfos, pues eran la raza más sabia y más antigua. Me presenté ante ellos, aunque ya me conocían.
Por suerte, me asignaron una zona cerca de allí. Tendría que ayudar a uno de los suyos. Se llamaba Ian, un nombre bastante humano para un elfo. Parecía bastante serio, se tomaba su trabajo en serio, eso sin duda. Pero también me resultó atractivo, nunca me habían atraído los de su raza, él era diferente. Pensé que tendría que conocerle mejor, una nunca sabe lo que puede pasar...
Ian me enseñó la ciudad ese día, como si de un guía turístico se tratase. Se conocía muy bien Nueva York, supuse que era porque nació allí. También aprovechamos para hablar un poco de nuestra vida, de ahí saber el dato de su nacimiento. Nos llevaríamos bien, mi instinto no me fallaba. Le sonreí con calidez cuando me mostró mi nuevo hogar, no era ningún árbol ni ninguna cama hecha con hojas. Era un pequeña cabaña entre los árboles del parque. Aquel era el comienzo de mi nueva vida.
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