martes, 16 de junio de 2009

Por las calles de Egipto


Levanté la vista al horizonte y una sonrisa se dibujó en mi rostro. La imagen era hermosa, todo un espectáculo. Las pirámides con las que tanto tiempo había soñado por fin las tenía delante, en todo su esplendor. El sol caía lentamente, llevándose consigo esos últimos rayos tan preciados. Mi padre me dio un empujón para que me moviera. Casi caigo al suelo, pero Same me agarró y me sonrió. 
- A empezar a trabajar, niña - me gritó mi padre.
Le miré un momento, pero no dije nada. Cogí mis cosas y me acerqué a los turistas que había por allí. Sentía la mirada atenta de Same sobre mí, se preocupaba mucho por mí, era encantador. Una joven española se acercó a mí para comprarme algunas pulseras, mi primer cliente. Me dirigió una mirada de pena por aquella vida que me había tocado, aunque no habló. 
La noche empezaba a caer con rapidez, el aire cada vez era más frío. Ya apenas había nadie en las pirámides, muy pocas personas se habían quedado a ver el espectáculo de luces.
Suspiré con amargura. A mi padre no le gustaría aquello, apenas había conseguido cinco euros. Probablemente hoy me tocase dormir a la intemperie. Me abracé con fuerza y empecé a caminar por las sucias y ruidosas calles de mi ciudad, mis pasos me conducían hacia los barrios exteriores de El Cairo. Casi me atropellaron un par de coches, algo normal aquí. Para nosotros verde es ir normal, ámbar acelera y rojo aprieta el acelerador. Lo más sorprendente es que apenas hay atropellos, llevó viviendo aquí catorce años y aún no lo he entendido.
Empujé la verja del cementerio y me dirigí a uno de los pequeños mausoleos que había por allí. Varias personas alzaron la vista para verme pasar a su lado, algunos me saludaron otros básicamente me ignoraron. Al llegar a "casa" Saladino, mi hermano pequeño de tan solo tres años, me abrazó con fuerza. El resto de mis hermanos, éramos doce, estaban sentados en el suelo alrededor del dinero ganado hoy, contándolo. Me aproximé a ellos lentamente con la cara hacia abajo y deposité mis cinco euros junto con lo demás. Mi padre me miró con decepción.
- Cleo - me llamó mi hermano mayor, Amid - , ¿eso es todo lo que has traído?
Asentí vagamente con la cabeza.
- Te dije que no volvieras a esta casa si no tenías más dinero que la última vez - me dijo mi padre alzando la voz.
- Lo sé y lo siento, pero hoy no había mucha gente y además la competencia es dura... - mi voz se acabó transformando en su murmullo.
- ¡No hay excusas que valgan! - gritó Amid, cada vez se parecía más a padre.
Noté como su mano chocaba contra mi cara con fuerza, una lágrima corrió por mi mejilla a causa del dolor. Me llevé la mano a la cara, estaba ardiendo. Le miré con odio.
- ¡No vuelvas a esta casa! ¡Nunca! - sentenció mi padre.
Los ojos se me abrieron desmesuradamente. Abrí la boca un par de veces, pero las palabras no salían. Estaba aturdida y confusa. Siempre me habían dado unos días para conseguir más dinero, lo conseguía aunque me costase. Pero echarme de casa, no me lo podía creer.
- Ya le has oído - dijo otro de mis hermanos entregándome una bolsa con mis pocas cosas. La intenté coger al vuelo, mis brazos estaban rígidos y el saco cayó al suelo de arena. Me agaché llorando y me encaminé a la salida. Saladino se agarró a mi pierna, lo aparté con suavidad y besé sus lágrimas. Le quería, sabía que era la único que echaría de menos.
Caminaba por las oscuras y peligrosas calles de El Cairo sin rumbo fijo. Mi mete seguía allí, escuchando una y otra vez aquellas duras palabras. Unas manos me cogieron por los hombros, me dieron la vuelta y me abrazaron con fuerza. Supe quién era a pesar de la oscuridad. Same siempre había sabido cómo encontrarme. Me llevó a su casa al lado del Nilo y allí encontré un nuevo hogar... Un hogar entre sus brazos.

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